No creemos en la muerte hasta que ella nos visita y nos toca con palma de su mano, con la yema de sus dedos, con la frialdad de su abrazo.
No creemos en la muerte hasta que la vemos tan cerca que nos parece imposible que esta vez nos toque a nosotros con su mano pérfida y más vieja que el mundo; endeble, asesina, temblorosa...
Sin invocarla, sin maldecirla, simplemente permanecemos en silencio con los ojos cerrados y el corazón encogido pronunciando un grito que no se oye, que no se percata de que estamos dormidos y asustados, que no se ve.
Un grito silencioso en el corazón de la oscuridad, un grito que no existe; que es agónico, hermético y angustioso pero que está ahí. Nacemos con ella.
No creemos en la muerte hasta que la vemos tan cerca que nos parece imposible que esta vez nos toque a nosotros con su mano pérfida y más vieja que el mundo; endeble, asesina, temblorosa...
Sin invocarla, sin maldecirla, simplemente permanecemos en silencio con los ojos cerrados y el corazón encogido pronunciando un grito que no se oye, que no se percata de que estamos dormidos y asustados, que no se ve.
Un grito silencioso en el corazón de la oscuridad, un grito que no existe; que es agónico, hermético y angustioso pero que está ahí. Nacemos con ella.
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